Textos inspiradores en torno al Diálogo
Sobre el Diálogo
David Bohm, Editorial Kairós (1991)
Estos fragmentos los he seleccionado ya que considero que expresan y comunican de forma básica y mundana un conocimiento y experiencia preciosa para el proceso de toma de conciencia de los procesos del pensamiento individual y colectivo.
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SOBRE LA COMUNICACIÓN
En las últimas décadas, la moderna tecnología, con ayuda de la radio, la televisión, los viajes en avión y los satélites, ha establecido una red que permite la comunicación casi instantánea entre todas las regiones del mundo. Paralelamente, sin embargo, también existe, en este mismo momento histórico, la sensación global de que la comunicación está deteriorándose progresivamente. Apenas es posible que, quienes viven en naciones diferentes y se hallan sometidos a sistemas económicos y políticos distintos, puedan comunicarse sin caer en el enfrentamiento. Y esta misma incapacidad de comunicación se reproduce, dentro de cada nación, entre los miembros de clases sociales y grupos económicos y políticos distintos. De hecho, hasta se habla de la existencia de un «abismo generacional» que dificulta la comunicación profunda entre los jóvenes y los adultos pertenecientes a un mismo grupo social. Además, en el seno de las escuelas y de las universidades, los alumnos sienten que sus profesores les atosigan con un exceso de información que sospechan irrelevante para la vida real. Y la radio, la televisión, los periódicos y las revistas, por último, nos muestran, en el mejor de los casos, una visión abrumadora de imágenes fragmentarias y triviales carentes de relación; y, en el peor de ellos, se convierten en una angustiosa fuente de confusión y desinformación.
La insatisfacción con este estado de cosas ha creado la necesidad de resolver lo que hoy se conoce como «el problema de la comunicación». Y, si observamos los esfuerzos realizados para tratar de resolver este problema, no podremos dejar de advertir que los distintos grupos encargados de acometer esta tarea son incapaces de escucharse entre sí y que el mismo intento de mejorar la comunicación termina generando más confusión todavía, con la consecuente frustración que no aumenta la comprensión y la confianza sino que acentúa todavía más la agresividad y la violencia.
No estaría, pues, de más, teniendo en cuenta el deterioro progresivo de la comunicación -un deterioro que se ve acelerado, por cierto, por los mismos esfuerzos realizados para tratar de solucionar el problema-, que nos detuviéramos a considerar la posibilidad de que este tipo de dificultades se originase en alguna sutileza que suela escapar a nuestra formulación habitual. ¿No es acaso posible que nuestra forma de pensar sobre la comunicación y de hablar sobre ella constituya precisamente uno de los factores que nos impiden tomar conciencia de las posibles acciones inteligentes que pueden poner fin a estas dificultades?
Quizás fuera útil abordar este tema considerando el significado etimológico de la palabra «comunicación», un término que se deriva del latín commune y del sufijo ie -similar a fíe- que significa «hacer». Uno de los significados, pues, del término «comunicar» es el de «hacer común», es decir, la transmisión de información o de conocimiento entre una persona y otra del modo más exacto posible, un significado que puede aplicarse a una amplia gama de contextos. Desde este punto de vista, una persona puede comunicar a otra tanto una serie de directrices como los pasos a seguir para llevar a cabo una determinada operación (la mayor parte de la industria y de la tecnología opera en base a este tipo de comunicación).
Pero esta acepción del término «comunicación» no agota todos sus posibles significados. Consideremos, por ejemplo, el caso del diálogo, un caso en el que, con demasiada frecuencia, el receptor del mensaje no suele entender exactamente lo mismo que pretendía transmitir el emisor. En tal caso, el significado recibido no es idéntico sino tan sólo similar al emitido. Asi pues, cuando la segunda persona responde, la primera se da cuenta de la diferencia existente entre lo que el queria decir y lo que la otra ha comprendido. Pero el hecho es que la toma de conciencia de esa diferencia nos permite constatar la presencia de algo nuevo y relevante para todos los implicados. De este modo, el movimiento de ida y vuelta de la información favorece la emergencia continua de un nuevo contexto común, en cuyo caso el diálogo puede Servin no sólo para hacer comunes ciertas ideas o ítems de información que ya son conocidos, sino tambien para hacer algo en común, es decir, para crear conjuntamente algo nuevo.
Pero es evidente que la comunicación sólo puede crear algo nuevo si las personas son capaces de escucharse sin prejuicios y sin tratar de imponerse nada. Cada participante debe comprometerse con la verdad y la coherencia, sin temor a renunciar a las viejas ideas e intenciones, y estar dispuesto a enfrentarse a algo diferente cuando la situación lo requiera. Cuando, por el contrario, la única intención de los implicados es la de transmitir determinadas ideas o puntos de vista, como si se tratara de ítems de información, estarán inevitablemente condenados a fracasar porque, en tal caso, escucharán a los demás a traves del filtro de sus propios pensamientos y tenderán a mantenerlos y a defenderlos, independientemente de su verdad y de su coherencia. Y este tipo de comunicación terminará generando la confusión propia de los insolubles «problemas de comunicación» que anteriormente hemos señalado. Es evidente que este tipo de comunicación es necesaria para todas las facetas de la vida. Así pues, para que las personas lleguen a cooperar (lo cual significa, literalmente, «trabajar juntos») deben ser capaces de ir más allá de la mera transmisión de datos de una persona (que actúa como autoridad) a otras (que actúan como instrumentos pasivos de esa autoridad) y crear algo en común, algo que vaya tomando forma a lo largo de sus discusiones y sus acciones mutuas.
Es evidente que, para vivir en armonía con nosotros mismos y con la naturaleza, debemos ser capaces de participar libremente de un movimiento creativo en el que nada permanece fijo y nadie se aferra a sus propias ideas. ¿Pero por qué resulta tan difícil crear este tipo de comunicación?
Ésta es una pregunta muy compleja y muy sutil, pero tal vez pudiéramos señalar que, cuando uno llega a hacer algo al respecto (no sólo hablar o pensar sobre ello), tiende a creer que ya está escuchando adecuadamente. De este modo, es como si el problema radicara en los prejuicios y en la incapacidad de escuchar ajenos. No resulta difícil, después de todo, darse cuenta de los «bloqueos» de los demás ante ciertas preguntas, de su incapacidad para cuestionar sus creencias más queridas y de su forma de eludir las contradicciones más patentes.
La misma naturaleza de este «bloqueo», sin embargo, evidencia nuestra insensibilidad y «anestesia» ante las propias contradicciones y la importancia, en consecuencia, de tomar conciencia de nuestros «bloqueos». Si uno permanece despierto y atento, no tardará en darse cuenta de que ciertas preguntas desencadenan sensaciones fugaces de miedo (que nos alejan de determinados cuestionamientos) o de placer (que atraen a nuestro pensamiento y nos apartan del tema). No resulta, pues, tan extraño que uno se mantenga alejado de lo que crea que puede perturbarle y que, en consecuencia, en lugar de escuchar lo que dice otra persona, no haga más que defender sus propias ideas.
¿Podemos ser conscientes, cuando nos reunimos para hablar o para llevar a cabo alguna actividad común, de esas efímeras sensaciones de placer y de miedo que «bloquean» nuestra capacidad de escuchar libremente? Poco sentido tiene, en ausencia de este tipo de conciencia, el intento de escuchar la totalidad de lo que se dice. Si cada uno de nosotros fuera plenamente consciente de lo que realmente está «bloqueando» la comunicación cuando se presta atención al contenido de lo que se comunica, tal vez pudiéramos ser capaces de crear algo nuevo entre nosotros, algo esencial para poner fin a los acuciantes problemas que actualmente asedian al individuo y a la sociedad.
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2. Sobre el Diálogo
En mi opinión, el significado del término «diálogo» es algo distinto del que suele atribuírsele. El origen etimológico de las palabras suele servir de ayuda para comprender su significado y, en este sentido, el término «diálogo» proviene de la palabra griega dialogos, una palabra compuesta de la raíz logos, que significa «palabra» (o, en nuestro caso, «el significado de la palabra») y el prefijo dia, que no significa «dos» sino «a través de». El diálogo no sólo puede tener lugar entre dos sino entre cualquier número de personas e incluso, si se lleva a cabo con el espíritu adecuado, una persona puede llegar a dialogar consigo misma. La imagen que nos proporciona esta etimología sugiere la existencia de una corriente de significado que fluye entre, dentro y a través de los implicados. El diálogo hace posible, en suma, la presencia de una corriente de significado en el seno del grupo, a partir de la cual puede emerger una nueva comprensión, algo creativo que no se hallaba, en modo alguno, en el momento de partida. Y este significado compartido es el «aglutinante», el «cemento» que sostiene los vínculos entre las personas y entre las sociedades.
Comparemos esto con el significado de la palabra «discusión», un término que tiene la misma raíz que las palabras «percusión» y «concusión», y cuyo significado es disgregar. El término «discusión» subraya la idea de análisis, de personas que sostienen puntos de vista diferentes y que, en consecuencia, conciben y desmenuzan las cosas también de modo distinto, lo cual, obviamente, tiene su importancia, pero resulta limitado y no nos permite trascender la divergencia de puntos de vista. En este sentido, la discusión se asemeja al pimpón en que las ideas van y vienen y en que el objetivo es ganar o conseguir el mayor número de tantós posible. Tal vez, en un juego de estas características, se apele a las ideas de alguien para respaldar las propias, pero el objetivo, en cualquiera de los casos, es vencer. Éstos son, al menos, los cauces por los que habitualmente suele discurrir una discusión.
El espíritu del diálogo, sin embargo, es completamente diferente porque, en él, nadie trata de ganar y, si alguien gana, todo el mundo sale ganando. En el diálogo no se trata de obtener más puntos ni de hacer prevalecer una determinada perspectiva porque, cuando se descubre un error, todo el mundo sale ganando. El diálogo es un juego al que podríamos calificar como «ganar-o-ganar» (a diferencia de lo que ocurre en la discusión, un juego del tipo «yo-gano-tú-pierdes»). Pero el hecho es que el diálogo es algo más que una participación común en la que no estamos jugando contra los demás sino con ellos.
Es evidente, pues, que la mayor parte de lo que suele denominarse «diálogo» no tiene nada que ver con mi acepción del término. Los miembros de las Naciones Unidas, por ejemplo, afirman sostener diálogos, pero qué duda cabe de que se trata de diálogos muy limitados que se asemejan mucho más a las discusiones -o a las transacciones comerciales- que a los auténticos diálogos. En tales diálogos los participantes no están realmente dispuestos a cuestionar sus creencias fundamentales y, por tanto, lo único que hacen es negociar cuestiones secundarias como, por ejemplo, quién tiene más o menos armas nucleares, pero el hecho fundamental de la existencia de dos sistemas diferentes jamás ha sido seriamente cuestionado. Es como si se diera por sentado que ése es un tema incuestionable y, en consecuencia, resulta irresoluble. Por ello este tipo de planteamientos no son serios, no son profundamente serios, como tampoco lo es gran parte de lo que solemos denominar «discusión», en el sentido de que hay demasiadas cosas incuestionables y no negociables de las que nadie quiere hablar. Eso, pues, también forma parte de nuestro problema.
Ahora bien, ¿por qué es necesario del diálogo? Si la gente tiene dificultades para comunicarse aun en el seno de un pequeño grupo, qué no ocurrirá en un grupo de unas treinta o cuarenta personas, a menos que haya un propósito definido o que alguien se encargue de encauzarlo. Esto es así porque cada uno de los participantes sostiene creencias y opiniones diferentes. Y no se trata de creencias superficiales sino de creencias básicas, creencias que giran en torno a cuestiones realmente fundamentales como, por ejemplo, el sentido de la vida, los propios intereses, los intereses de su país o los intereses religiosos, es decir, todo aquello que uno piensa que es importante.
Y es que la gente no suele tolerar fácilmente el cuestionamiento de sus creencias más profundas y suele defenderlas con una gran carga emocional. El hecho es que albergamos todo tipo de creencias, no sólo creencias políticas, económicas y religiosas, sino también creencias sobre lo que pensamos que debería hacer un individuo, sobre el significado de la vida, etcétera.
También podríamos denominar «opiniones» a las creencias. La palabra «opinión» tiene diversas acepciones, pero una opinión es fundamentalmente una suposición. Cuando un médico, por ejemplo, expresa su opinión, está manifestando la mejor suposición que puede hacer basándose en las evidencias de que dispone. Tal vez entonces, si se trata de un buen médico y no se empeña en defender su postura, agregue: «Pero, como no estoy completamente seguro, lo mejor será que busquemos una segunda opinión». Y, en el caso de que esta segunda opinión discrepe de la suya, no reaccionará enfurecido -como lo hizo quien saltó ante el comentario sobre el sionismo- diciendo: «¿Cómo se atreve usted a decir eso?». Este tipo de opinión sería un buen ejemplo de una opinión racional pero, lamentablemente, la mayor parte de las opiniones no caen dentro de esta cate- goría sino que son defendidas a capa y espada porque la persona se halla identificada con ellas y tiene demasiados intereses a ese respecto.
El hecho es que el diálogo no sólo está sometido a la presión de nuestras creencias sino también de todo lo que se encuentra detrás de ellas.
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El diálogo y el pensamiento
Es importante que nos demos cuenta de que nuestras opiniones son el resultado del pensamiento pasado, de todas nuestras experiencias, de lo que otras personas han dicho o han dejado de decir. Y todo eso se halla inscrito en el programa de nuestra memoria. Podemos, pues, identificamos con esas opiniones y reaccionar para defenderlas, aunque tal cosa carezca de sentido porque, si nuestra opinión es correcta, no necesitamos de tal reacción y ¿para qué habríamos de defenderla si estuviéramos equivocados? Sin embargo, cuando nos identificamos con nuestras creencias, no nos queda más remedio que defenderlas porque, en tal caso, experimentamos el ataque a nuestras creencias como una agresión personal. En tal caso, las opiniones tienden a ser experimentadas como «verdades», aunque sólo sean creencias sostenidas por usted y su entorno. Puede tratarse de creencias que nos ha transmitido un profesor, la familia, alguna lectura o lo que fuere pero, por una u otra razón, nos hemos identificado con ellas y nos sentimos en la obligación de defenderlas.
El verdadero objetivo del diálogo es el de penetrar en el proceso del pensamiento y transformar el proceso del pensamiento colectivo. Ciertamente, no hemos prestado mucha atención al pensamiento como proceso. Hemos participado del pensamiento y hemos prestado atención al contenido, pero no al proceso. ¿Y por qué deberíamos prestar atención al proceso del pensamiento? Porque, en realidad, todo requiere atención y hasta si manejamos una máquina sin prestarle la atención debida, terminaremos estropeándola. El pensamiento también es un proceso y, en consecuencia, exige toda nuestra atención, de otro modo terminaremos utilizándolo inadecuadamente.
Veamos ahora algunos ejemplos de las dificultades del pensamiento. Una de ellas es la tendencia a la fragmentación. Todas las divisiones que hacemos se originan en el pensamiento, ya que el mundo, de hecho, es de una sola pieza. Somos nosotros quienes seleccionamos ciertas cosas, las separamos de otras y terminamos dando importancia a esa separación. Es nuestro pensamiento el que establece las fronteras entre las naciones y el que otorga una importancia suprema a esa separación. También es nuestro pensamiento el que divide a las religiones y el que establece las diferencias existentes en el seno de la familia. La estructura de la familia se debe a la forma en que pensamos sobre ella.
La fragmentación, una de las dificultades fundamentales del pensamiento, se asienta en una raíz más profunda porque, aunque creamos que no estamos haciendo nada en especial y que simplemente estamos describiendo las cosas como son, el hecho es que el proceso de nuestro pensamiento es muy activo. Casi todo lo que nos rodea, casi todo lo que podemos mencionar -los edificios, las fábricas, las granjas, los caminos, las escuelas, las naciones, la ciencia, la tecnología, la religión, etcétera- ha sido creado por el pensamiento. El problema ecológico que asola a nuestro mundo se debe al pensamiento, porque creemos que el mundo está aquí para explotarlo, creemos que es inagotable y que podemos hacer todo lo que queramos porque la contaminación terminará diluyéndose.
Cuando nos damos cuenta de la existencia de un «problema», la polución, el dióxido de carbono o lo que fuere, solemos decir: «Tenemos que resolver este problema». Pero el hecho es que la forma en que opera nuestro pensamiento está generando de continuo no sólo ese problema concreto sino todo tipo de problemas. Si creemos que el mundo está a nuestro servicio seguiremos explotándolo de una u otra manera y no haremos más que trasladar el problema a otra parte. Y, si no afrontamos adecuadamente las cosas, tal vez solucionemos el problema de la contaminación pero terminemos generando otro. La ingeniería genética, por ejemplo, puede solucionar determinados problemas, pero si la tecnología ordinaria genera tantos problemas, qué no ocurrirá si seguimos pensando del mismo modo con una tecnología tan sofisticada. Si no estamos suficientemente atentos, las personas terminarán recurriendo a la ingeniería genética para llevar a cabo cualquiera de sus más desbocadas fantasías.
El hecho es que el pensamiento -aunque afirme que no ha estado activo- tiene sus efectos y que algunos de ellos son muy importantes y valiosos. El pensamiento, por ejemplo, dio lugar a las naciones y otorga un valor supremo al concepto de nación. Y lo mismo podríamos decir con respecto a la religión. Pero todo ello interfiere con la libertad de pensamiento porque el pensamiento de que la nación es lo más importante nos condicionará a seguir pensando del mismo modo. En tal caso, haremos todo lo posible para que todo el mundo piense lo mismo que nosotros sobre la nación, la religión, la familia o cualquier otra cosa a la que atribuyamos un valor supremo. Y además pondremos también todo nuestro empeño en defenderlo.
Pero no es posible defender algo sin pensar antes en la defensa y, para ello, tendremos que dejar de lado todos aquellos pensamientos que pongan en tela de juicio lo que tanto deseamos defender, lo cual puede conducir fácilmente al autoengaño, a eludir muchas cosas diciendo que son incorrectas, a distorsionar otras, etcétera. El pensamiento defiende con uñas y dientes sus creencias fundamentales ante cualquier evidencia de que pueda estar equivocado.
Así pues, para hacer frente a esta situación, que se origina en el pensamiento, debemos prestar mucha atención al proceso del pensamiento. Normalmente, cuando tenemos un problema solemos decir: «Tengo que pensar en la forma de resolverlo», pero lo que yo estoy diciendo es que el pensamiento mismo es el problema. ¿Qué es, pues, lo que, en tal caso, deberíamos hacer? Convendría comenzar considerando la existencia de dos tipos de pensamiento, el pensamiento individual y el pensamiento colectivo. Es cierto que, individualmente, puedo pensar en varias cosas, pero la mayor parte de nuestro pensamiento procede de nuestro sustrato colectivo. El lenguaje es colectivo y también lo son la mayoría de nuestras creencias básicas (incluidas las creencias sobre el funcionamiento de nuestra sociedad, sobre la forma en que se supone que deben ser las personas, las relaciones, las instituciones, etcétera). Debemos, por tanto, prestar atención tanto al pensamiento individual como al pensamiento colectivo.
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En el diálogo, las personas procedentes de sustratos distintos suelen sostener creencias y opiniones fundamentalmente diferentes. Es muy probable que, en el seno de cualquier grupo, descubramos opiniones y creencias muy dispares de las que no siempre somos conscientes. Se trata, en suma, de una cuestión cultural, porque toda cultura -y también toda subcultura (que varía en función del grupo étnico, la situación económica, la raza, la religión y muchos otros factores)- se basa en una serie de creencias y opiniones. Es comprensible, pues, que las personas procedentes de culturas, o subculturas, diferentes sostengan opiniones y creencias también distintas, y que, aunque no las comprendan plenamente, tiendan a reaccionar defensivamente ante cualquier evidencia de que son erróneas o simplemente a defenderlas ante cualquier opinión adversa.
Pero si defendemos de ese modo nuestras opiniones, el diálogo resultará imposible. Con excesiva frecuencia solemos defender nuestras opiniones sin que ésa sea siquiera nuestra intención consciente. Tal vez, en determinadas ocasiones, podamos ser conscientes de estar defendiendo una creencia, pero lo cierto es que la mayor parte de las veces lo hacemos sin apenas darnos cuenta de ello y simplemente sentimos que se trata de algo tan evidente que no podemos por menos que tratar de convencer a la persona que tan estúpidamente disiente de nosotros.
Ahora bien, lo que nos parece la cosa más natural del mundo, nos parecerá también inevitable, pero no tardaremos en darnos cuenta, si nos detenemos a reflexionar al respecto, de que realmente no es posible organizar una buena sociedad sobre esa base. Ésa, al menos, es la forma en la que supuestamente funciona la democracia. Pero lo cierto es que no es así, porque el hecho de defender una opinión aboca a una lucha de opiniones en la que quien gana no es quien más razón tiene -puesto que incluso puede darse el caso de que todo el mundo esté equivocado- sino quien más poder ostenta. Así pues, cuando tratamos de hacer las cosas juntos no siempre las hacemos del mejor modo posible.
Nuestras creencias y nuestros intereses lo impregnan todo y, sin el menor ánimo de juzgar a nadie, debemos decir que las creencias y las opiniones son como programas de ordenador en la mente de las personas, programas que tienen sus propias intenciones y que pueden asumir una dirección opuesta a la de la mejor de nuestras intenciones.
Como ya hemos visto, el pensamiento individual es, en gran medida, el resultado del pensamiento colectivo y de nuestra interacción con los demás. El lenguaje, por ejemplo, es algo colectivo y lo mismo ocurre con la mayor parte de nuestros pensamientos. Todo el mundo hace su contribución al pensamiento, pero lo cierto es que son pocos los que llegan a transformarlo. El poder de un grupo es muy superior al de las personas que lo componen. En algunas ocasiones he llegado a compararlo con el poder del láser. La luz ordinaria es «incoherente» en el sentido de que, en ella, el haz de fotones se mueve en todas direcciones y las ondas luminosas se hallan desfasadas. Pero el láser, por su parte, produce un rayo de luz coherente tan intenso -porque las ondas luminosas se dirigen en la misma dirección- que puede hacer cosas imposibles para la luz ordinaria.
Así podríamos decir también que funciona el pensamiento ordinario de nuestra sociedad, un pensamiento «incoherente» Porque se dirige en todas direcciones y los pensamientos contradictorios terminan anulándose entre sí. Pero, en mi opinión si las personas pensaran en conjunto de un modo «coherente», ese pensamiento tendría un poder inmenso. Si mantenemos una situación de diálogo -un grupo que dialogue lo suficiente como para conocerse bien unos a otros- podríamos lograr ese movimiento coherente del pensamiento y de la comunicación. Y sería coherente no sólo a un nivel fácilmente reconocible, sino también -y esto es lo más importante- a un nivel tácito, a un nivel del que sólo tenemos una vaga sensación.
Lo «tácito» es lo inexpresable, lo que no puede ser descrito, como, por ejemplo, el conocimiento necesario para ir en bicicleta. Se trata de un conocimiento real, de un conocimiento que puede ser coherente o puede no serlo. En mi opinión, el pensamiento es, en realidad, un proceso tácito sutil, un proceso concreto sumamente tácito. El significado es esencialmente tácito y lo que expresamos constituye tan sólo una mínima parte de él. No es difícil comprender que casi todo lo que hacemos se deriva de este tipo de conocimiento tácito. El pensamiento emerge de un sustrato tácito y cualquier cambio fundamental en el pensamiento procede de ahí, de modo que, si nos comunicamos a nivel tácito, tal vez podamos cambiar nuestro pensamiento.
El proceso tácito es común y compartido. Y no sólo compartimos la comunicación explícita, el lenguaje corporal y demás, sino que también compartimos un proceso tácito común mucho más profundo. Creo que la especie humana supo esto hace millones de años y ha terminado olvidándolo tras cinco mil años de civilización porque nuestras sociedades se han tornado demasiado grandes como para poder llevarlo a cabo. Pero hoy en día hemos comenzado a experimentar la urgente necesidad de comunicarnos y recuperar esa faceta. Para poder actuar de manera inteligente cuando sea necesario tenemos que compartir nuestra conciencia y ser capaces de pensar en conjunto. Si nos damos cuenta de lo que sucede en el diálogo de un grupo 1 comprenderemos la esencia de lo que ocurre en nuestra sociedad. Y esto es algo que no podemos apreciar a solas ni tampoco en el contexto de un diálogo con otra persona.
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Suspender las creencias
Lo que estoy diciendo es que las personas llevan consigo sus creencias a los grupos, que esas creencias terminarán por salir a la superficie y que no hay que tratar de evitarlas ni suprimirlas -sin creer ni dejar de creer en ellas, sin juzgarlas corno buenas o malas- sino sólo ponerlas en suspenso. Es frecuente que, cuando nos sintamos enojados, reaccionamos externamente y lleguemos incluso a decir algo desagradable. Supongamos, no obstante, que en lugar de hacer tal cosa, tratamos de poner en suspenso nuestra reacción, es decir, no sólo dejar de agredir externamente, de una u otra forma, a la persona con quien nos hayamos enojado, sino atajar incluso cualquier tipo de insulto interno. De modo que también es necesario interrumpir nuestra reacción interna, distanciarnos de ella y observarla, dejándola suspendida frente a nosotros y observándola como si se tratara del reflejo que nos devuelve un espejo. De este modo, podemos llegar a ver cosas que no podríamos percibir en el caso de haber dado rienda suelta al enfado o de haber tratado de suprimirlo diciéndonos cosas tales como, por ejemplo, «no estoy enfadado» o «no debiera estar enfadado».
De esta manera, el grupo puede terminar convirtiéndose en el espejo en el que se refleja cada uno de los participantes. Nosotros servimos de espejo a los demás y ellos se convierten en el nuestro. Abordar este proceso globalmente resulta muy útil para tomar conciencia de lo que está ocurriendo, ya que entonces podemos comprobar que todo el mundo se halla en la misma situación.
Es necesario advertir la relación existente entre los pensamientos, las sensaciones corporales y las emociones que se presentan durante el diálogo. Si observamos detenidamente el lenguaje corporal y el lenguaje verbal, podremos constatar que todo el mundo se halla en la misma situación... sólo que, aveces en lados opuestos. El grupo puede llegar incluso a polarizarse en subgrupos abiertamente enfrentados. Y conviene subrayar que no se trata tanto de suprimir este enfrentamiento como de permitir que aflore a la superficie.
Por consiguiente, uno simplemente observa el significado de las creencias y reacciones tanto propias como ajenas. Nuestra intención no es cambiar la opinión de nadie, aunque tal vez, cuando la reunión haya concluido, alguien pueda haber cambiado de opinión. Esto forma parte precisamente de mi visión del diálogo, que la gente se dé cuenta de lo que hay en su propia mente y en la mente de los demás sin adelantar ningún tipo de conclusión o de juicio. Las creencias terminan aflorando a la superficie y, si escuchamos que alguien sostiene una opinión que parece amenazarnos, nuestra respuesta natural suele ser enfadarnos, desasosegarnos o reaccionar de una u otra manera. Tal vez ni siquiera sepamos que sostenemos una determinada creencia; por eso, cuando ponemos en suspenso nuestras reacciones podemos darnos cuenta de su presencia por el efecto que provoca en nosotros una creencia opuesta que experimentamos amenazadoramente. Debemos, pues, suspenderlas todas y observarlas detenidamente para averiguar su significado.
Es preciso advertir nuestras propias reacciones de hostilidad o lo que fuere, y ver también, a través de su comportamiento cuáles son las reacciones de los demás. Así es como podemos llegar a descubrir, por ejemplo, en el caso del enojo, que el clima de la reunión va caldeándose. Si tal cosa ocurre, quienes no estén completamente atrapados en sus opiniones particulares deberían tratar de reducir la tensión para que todo el mundo pudiera darse cuenta de lo que está sucediendo y desarticular, de ese modo, una escalada que puede terminar imposibilitando la observación. El secreto está en mantenerse en un nivel en el que las opiniones puedan expresarse manteniendo, sin embargo, la posibilidad de observarlas. Entonces estaremos en condiciones de darnos cuenta de que la hostilidad de los demás estimula la nuestra. La suspensión, pues, forma parte integral del proceso de observación y nos permite familiarizarnos con el modo en que opera nuestro pensamiento.
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La propiocepción del pensamiento
La propuesta de abordar el tema del diálogo prestando atención al pensamiento tal vez pueda parecer algo elemental, pero el hecho es que en él se asienta la raíz de nuestros problemas y que también, por tanto, el camino que puede conducir a una transformación creativa.
Como ya hemos dicho anteriormente, lo que funciona mal en el pensamiento es que hace cosas y después dice que no las ha
hecho y afirma que los «problemas» ocurren independientemente de él. Pero mientras sigamos pensando de ese modo el «problema» seguirá siendo insoluble porque estaremos suscitándolo de continuo. La única forma de desarticular los «problemas» consiste en dejar de pensar de ese modo. El pensa-1 miento, en suma, debe tornarse consciente de sus consecuencias, algo que, por el momento, no ocurre. Estamos hablando, en este sentido, de un concepto similar a la noción neurofisiológica denominado propiocepción, que significa «percepción de uno mismo». El cuerpo, por ejemplo, es capaz de percibir su propio movimiento, ya que, cuando nos movemos, nos damos cuenta de la relación entre nuestra intención y nuestra acción y entre el impulso a moverse y el movimiento mismo. Si careciéramos de propiocepción, el cuerpo no podría funcionar.
Conocemos el caso de una mujer que tenía dañado su sistema nervioso sensitivo -pero no así su sistema motor-, y que despertó súbitamente en medio de la noche creyendo que alguien la atacaba, pero que, cuando encendió la luz, se dio cuenta de que se estaba golpeando a sí misma. Corno no tenía la posibilidad de saber que era ella quien se estaba golpeando, había creído erróneamente que alguien estaba agrediéndola y, cuanto más trataba de defenderse de su supuesto «agresor», con más fuerza se agredía. En ausencia, pues, de propiocepción, no podemos percatamos de la relación existente entre la intención de movernos y el resultado de nuestro movimiento, algo que sólo pudo recuperarse, en el caso que acabamos de mencionar, cuando se encendió la luz de la habitación.
¿Es posible que el pensamiento pueda tornarse propioceptivo? Por lo general, no somos conscientes de tener la intención de pensar. Pero uno piensa porque tiene la intención de hacerlo, una intención que se deriva, por otra parte, de la idea de que es necesario pensar porque existe un problema. Si prestamos la debida atención, sin embargo, podremos llegar a percibir la intención y el impulso que nos lleva a pensar; luego podremos darnos cuenta de la aparición de un pensamiento, que puede suscitar, a su vez, un sentimiento, que dé origen a una nueva intención de pensar, y así sucesivamente. Normalmente no somos Conscientes de la existencia de todo este proceso y es por ello que parece que los pensamientos y los sentimientos brotaran de la nada. Pero ésta, al igual que ocurría en el caso de la mujer que recién comentábamos, es una interpretación errónea. Así pues, un determinado pensamiento puede dar lugar a un sentimiento desagradable del que poco después digamos que «he conseguido librarme».., pero el hecho es que el pensamiento sigue todavía operando, especialmente en el caso de que se trate de un pensamiento que nos parezca absolutamente necesario.
En realidad, los problemas que nos ocupan se originan precisamente en la falta de propiocepción. El objetivo de la suspensión consiste en posibilitar la propiocepción, crear un espejo en el que podamos contemplar los resultados de nuestro pensamiento. Se trata de algo que está en nuestro interior porque nuestro cuerpo actúa como un espejo que nos permite advertir las tensiones que aparecen en él. Pero los demás -el grupo- también son un espejo en el que podemos percibir nuestras propias intenciones, en cuyo caso, uno tiene el impulso que le lleva a decir algo e inmediatamente tiene la posibilidad de darse cuenta de las consecuencias de su acción.
Si prestáramos la atención debida, podríamos dar paso a un nuevo tipo de comunicación y de pensamiento -tanto interpersonal como intrapersonal- que fuera propioceptivo, algo que no es posible en el caos en el que suele desenvolverse habitualmente el pensamiento no propioceptivo. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la práctica totalidad de los problemas de la especie humana se originan en la ausencia de propiocepción del pensamiento. Es precisamente por ello que el pensamiento crea constantemente «problemas» y luego trata de resolverlos aunque, en tal caso, no hace más que empeorados porque no se percata de que es él mismo quien los está originando y de que, cuanto más piensa, más problemas crea, porque no se da cuenta de lo que hace. Si nuestro cuerpo careciera de propiocepción no tardaríamos en encontrarnos en una situación completamente insostenible y lo mismo ocurre en el caso de nuestra cultura. Éste es, pues, otro de los modos en los que el diálogo puede ayudarnos a poner en funcionamiento un nuevo tipo de conciencia colectiva.
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La participación colectiva
Todo lo que estamos considerando forma parte del pensamiento colectivo, de aquello que la gente piensa en común. Si compartimos nuestras opiniones sin hostilidad seremos capaces de pensar juntos, algo imposible, por otra parte, cuando nos limitamos a defender nuestras opiniones. Un ejemplo de este tipo de pensamiento colectivo podría ser que alguien tuviera una idea, que otra persona la formulase y que una tercera terminase desarrollándola. No se trataría, en tal caso, de un grupo de personas que sustentan pensamientos diferentes tratando de persuadirse o de convencerse entre sí, sino que el pensamiento sería como una corriente que fluiría entre todos los participantes.
Al comienzo, la gente desconfía de los demás pero creo que, en la medida en que advierten la importancia del diálogo, perseveran en él, van conociéndose y empiezan a confiar entre sí. Este proceso, evidentemente, puede llevar su tiempo. Todo grupo de estas características es un microcosmos de la sociedad, en el sentido de que engloba todo tipo de opiniones y de que todo el mundo desconfía de los demás. Es natural, por tanto, que, cuando uno se integre en un grupo, porte consigo todos los problemas de la cultura y de la sociedad. Al comienzo, pues, la desconfianza hace que la gente hable de forma un tanto superficial y luego, en la medida en que van conociéndose, vayan profundizando poco a poco.
El objetivo del diálogo no consiste en analizar las cosas, imponer un determinado argumento o modificar las opiniones de los demás, sino en suspender las propias creencias y observarlas, escuchar todas las opiniones, ponerlas en suspenso y darnos cuenta de su significado. Porque, cuando nos demos cuenta del significado de nuestras opiniones, seremos capaces de compartir un contenido común, aun cuando no estemos completamente de acuerdo. Entonces resultará evidente que nuestras Opiniones están basadas en creencias y no son tan importantes. Entonces podremos avanzar creativamente en una dirección diferente. Tal vez podamos comenzar a compartir la toma de conciencia de los significados y, a partir de ahí, la verdad surgirá sola sin que nosotros la hayamos elegido.
Si todos los presentes dejaran en suspenso sus opiniones, todos estaríamos haciendo lo mismo, estaríamos observando juntos y el contenido de nuestra conciencia sería esencialmente el mismo. Consecuentemente, es posible que se despierte un tipo diferente de conciencia, una conciencia participativa -aunque, de hecho, la conciencia siempre lo sea- que sea capaz de reconocerse y asumirse libremente como tal. Entonces todo fluirá entre nosotros y cada participante compartirá y participará del significado del grupo. Esto es lo que yo denomino un auténtico diálogo.
Algo muy importante ocurrirá, pues, si podemos hacer esto y llevarlo adelante. En tal caso, todo el mundo compartirá sus creencias con el grupo y, si todos observan juntos el significado de esas creencias, el contenido de su conciencia será esencialmente el mismo. Si, por el contrario, cada uno sostiene creencias diferentes y se limita a defenderlas, cada uno advertirá un significado diferente, porque no habremos tenido en cuenta las creencias de los demás, de modo que las combatiremos o las rechazaremos tratando de convencerles o de persuadirles de las nuestras.
Pero dialogar es una cosa y convencer o persuadir, dos términos que tienen un significado muy similar, otra muy diferente. El término «convencer» -que significa ganar- y la palabra «persuadir» -que se origina en la misma raíz que «suave»- tienen también un significado parecido. La gente intenta, en ocasiones, persuadir -con palabras suaves- o convencer -con palabras más duras-, pero ambas alternativas vienen a ser, a fin de cuentas, semejantes y ninguna de ellas tiene una especial relevancia para el diálogo. De hecho, el intento de persuadir o de convencer a alguien carece de todo sentido, no es nada coherente ni racional ya que, si algo es correcto, no es preciso persuadir a nadie y si alguien tiene que persuadirnos, debe ser porque existe alguna duda al respecto.
Si tuviéramos un significado común, podríamos compartirlo, del mismo modo que compartimos una comida. Entonces participaríamos, formaríamos parte y también crearíamos un significado común. Ése es el auténtico significado del término participación, que significa tanto «compartir» como «formar parte», lo cual sugiere la posibilidad de crear una mente común que admita la diversidad de opiniones y que no excluya, de ningún modo, al individuo.
En ese caso, todo el mundo se siente libre. No estamos hablando de una mentalidad colectiva que se imponga sobre el individuo, sino de un tipo de mente que se ubica entre lo individual y lo colectivo, armonizando lo individual y lo colectivo y promoviendo la coherencia del conjunto. Se trata, por tanto, de una mente que se desplaza, al igual que un río, desde lo individual hasta lo colectivo. Poco importan, en este sentido, las opiniones personales ya que, a fin de cuentas, debemos mantenernos a la misma distancia de todas las opiniones, comenzar a trascenderlas y aproximarnos a una dimensión nueva y más creativa.
Lectura-8
El impulso de la necesidad
Hemos hablado del diálogo, del pensamiento, de la importancia de prestar atención a la totalidad del proceso -y no sólo al contenido de los diferentes puntos de vista y opiniones- y del modo de dar coherencia a todo eso. También hemos mencionado la forma en que todo este proceso influye sobre nuestros sentimientos y estados corporales y la forma en que afecta a los demás. El desarrollo de la capacidad de escuchar, observar y prestar atención al proceso real del pensamiento, al orden en que ocurre y advertir su incoherencia, es decir, aquellos puntos en los que no funciona adecuadamente, resulta de capital importancia. No se trata, pues, de cambiar nada, sino simplemente de ser conscientes. Es posible advertir la similitud existente entre las dificultades que aparecen dentro del grupo y los conflictos y pensamientos contradictorios que tienen lugar en el interior del individuo.
En la medida en que hagamos esto, iremos descubriendo que ciertos tipos de pensamiento desempeñan un papel más importante que otros y que, de entre todos ellos, destaca la creencia en la necesidad. Lo que es necesario sólo puede ser de un modo y no puede ser de otro. Es interesante señalar que el término «necesario» procede de la raíz latina necesse, que significa «lo que no cede», y que su significado etimológico es el de «aquello que no puede ser evitado». El modo habitual en que solemos afrontar nuestras dificultades es el de alejarlas de nosotros o el de alejarnos nosotros de ellas pero, cuando aparece una situación insoslayable, no podemos evitarla pese a nuestra necesidad, también insoslayable, de dejarla de lado. Entonces nos sentimos frustrados, porque ambas necesidades son absolutas y nos hallamos ante una situación apremiantemente conflictiva. Es frecuente, por ejemplo, el caso en el que no podamos soslayar nuestra opinión ni la de otra persona y lleguemos incluso sentir que esta última opera en nuestro interior oponiéndose a nosotros, generando, de este modo, un estado de conflicto. La necesidad da lugar a impulsos irrefrenables. Una vez que sentimos que algo es necesario, se suscita en nosotros el impulso a hacer o dejar de hacer algo. Y este impulso puede llega a ser tan poderoso que uno se sienta compelido a hacer algo.
La necesidad es una fuerza tan poderosa que puede terminar superando incluso a los instintos, como ocurre, por ejemplo, cuando la gente actúa en contra del instinto de supervivencia individual. Todos los conflictos que aparecen en un diálogo -tanto a nivel individual como a nivel colectivo (y este matiz es importante)- giran en torno a la noción de necesidad. Todas las controversias serias, ya sea en el seno de la familia o de un grupo de diálogo son versiones diferentes de lo que creemos que es absolutamente necesario. Porque, a menos que asuma esa forma, siempre es posible negociar, decidir cuáles son las prioridades y adaptarse a ellas. Pero el camino de la negociación se cierra cuando dos cosas se presentan como necesidades absolutas. Cuando dos naciones dicen «tal cosa es absolutamente necesaria», por ejemplo, se cierra cualquier posible vía de acuerdo en tre ellas.
¿Qué podemos, pues, hacer cuando aparece un enfrentamiento entre dos necesidades absolutas? Lo primero que debemos tener en cuenta es que existe una tremenda carga emocional y, como decíamos anteriormente, pueden surgir sentimientos muy intensos de enojo, rechazo, frustración, etcétera. Nada podrá cambiar la presencia de una necesidad absoluta porque, de una forma u otra, la persona creerá que tiene una razón válida para aferrarse a ella o para odiar a quienes parecen interponerse en el camino de lo que le parece absolutamente necesario. «Son tan obstinados y estúpidos que se niegan a ver la evidencia», «es lamentable que tengamos que matarlos pero es absolutamente necesario» para los intereses de mi país, de mi religión o de lo que fuere.
No es extraño, pues, que, en el curso del diálogo, afloren necesidades absolutas que choquen entre sí. La gente trata de eludir este tipo de cuestiones porque sabe que el problema radica precisamente ahí, pero es inevitable, si perseveramos en el diálogo, que, más pronto o más tarde, eso termine apareciendo. El asunto, entonces, es qué sucederá.
Ya hemos hablado anteriormente de lo que puede ocurrir cuando el diálogo prosigue y la gente va cambiando de actitud. En cierto momento podemos darnos cuenta de que todos estamos haciendo lo mismo y de que, mientras sigamos identificados con lo que se nos presenta corno una necesidad absoluta, no podremos hacer nada. Son tantas las cosas que se ponen en peligro cuando nos aferramos a la noción de necesidad que tal vez pudiéramos comenzar a liberarnos de ello cuestionándolo. Este punto, en mi opinión, es crucial para renunciar al conflicto y poder adentrarnos creativamente en nuevas dimensiones.
Pero ¿qué es lo absolutamente necesario? El artista que se limita a seguir las necesidades ajenas será un artista mediocre. El verdadero artista compone su obra siguiendo sus propias necesidades. Para que una obra sea valiosa, los distintos elementos que la componen deben estar articulados siguiendo su propio orden de necesidad. La necesidad artística es creativa y en ella radica la libertad del artista que hace posible la percepción creativa de nuevos órdenes de necesidad. No seremos realmente libres hasta que no podamos hacer eso. Uno puede decir que hace lo que le gusta y que sólo sigue el dictado de sus propios impulsos pero éstos, como ya hemos visto, pueden originarse en la creencia de alguna necesidad absoluta, como ocurre, por ejemplo cuando los países en conflicto afirman seguir el impulso de ir a la guerra y eliminar a quienes se interponen en su camino. Pero la libertad no consiste en dejarnos arrastrar por nuestros pensamientos y, en consecuencia, hacer lo que nos gusta rara vez; conduce a la libertad, porque nuestros gustos están condicionados por nuestros pensamientos, y éstos, a su vez, se atienen pautas predeterminadas. Tenemos, por tanto, la necesidad creativa -tanto a nivel individual como a nivel colectivo- de funcionar grupalmente de un modo nuevo. Todo grupo que tenga problemas deberá resolverlos creativamente y para ello no sirven las negociaciones y los acuerdos al viejo estilo.
Considero sumamente importante, pues, llegar a desenmascarar la creencia en las «necesidades imperiosas» en las que se asienta todo bloqueo.